Javier Bleda
La idea era darle un pequeño susto para que ella, de una vez por todas, pudiera reconsiderar la idea de abortar el fruto que su amante había dejado sin pensar en las posibles consecuencias; un bastardo real era lo último que se podía permitir una monarquía recién retomada pero, a veces, estas ideas de hacer poco para conseguir mucho no siempre salen bien, y ese poco pretendido acaba siendo un verdadero desastre cuando la cosa se va de las manos.
Parece mentira que un error tan recurrente, como el que una mujer se quede embarazada por accidente, lleve en ocasiones a rozar los límites de lo humanamente comprensible, porque incomprensible parece que una joven acabe muerta, ejecutada, por cuestiones de Estado, de bragueta de Estado.
Naturalmente, es necesario retrotraerse a unos años en los que el orden establecido, y más concretamente los que ostentaban ese orden, se podían permitir todo tipo de abusos sobre una población que, a pesar de que empezaba a respirar nuevos aires de libertad, era plenamente consciente de que no había espacio para la imaginación desbordante, pura y llanamente porque si te salías del guion podías acabar mal, muy mal.
Por encima de estos abusos del poder había otro, el derecho de pernada, que parecía reservado a la más alta instancia del Estado convertida en rey por una gracia de Franco. Este derecho de pernada borbónico es una modernización del antiguo derecho de pernada medieval abolido por Fernando el Católico. Si en aquellos tiempos eran los señores feudales quienes tenían el derecho legal a acostarse con las mujeres de sus súbditos para desvirgarlas la noche de bodas en lugar del marido, en esta modernización del abuso sexual del poder es el rey coronado en 1975 el que podía hacer balancearse el toisón de oro sobre cualquier joven cuya belleza fuera notoriamente pública, y así pensar ilusoriamente en la grandeza de mantener viva una orden de caballería fundada en 1429 para caballeros católicos de alta cuna y, posiblemente, moral discutible.
Sandra Mozarowsky era una niña en el mundo del cine, y también en la vida misma, de hecho, por ser menor de edad (la mayoría de edad en 1977 era a los 21 años), sus padres tuvieron que autorizar que pudiera participar en las películas que la hicieron famosa. Esta autorización no fue necesaria, ni pedida, para que la niña, con 17 años, pudiera ser carne de cañón de quien, por obligación de su rango, tuviera que ser ejemplo público de honestidad y buenas costumbres. Y en una de estas la niña se quedó embarazada.
El coronado (no José), al ser conocedor de que la estirpe consanguínea se había salido del vitro monárquico para ir a parar al óvulo de una actriz de destape menor de edad, acudió al Marqués de Mondéjar, jefe de la Casa de su Majestad, con el llanto del irresponsable constitucional (véase Constitución Española, Título II, Artículo 56/3: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. El pobre de Nicolás Cotoner, que ya debía estar hasta el gorro de tapar las alegrías horizontales de su jefe, pensaría que esto ya era demasiado y que su rango de general merecía un respeto mayor que el que se le estaban dando, por lo que habló con Adolfo Suárez y le echó el muerto (me refiero a que le endosó el problema al presidente del Gobierno, porque entonces Sandra todavía estaba viva) haciéndole saber que Su Majestad estaba de buena esperanza bastarda y eso no podía ser.
Adolfo Suárez era buena gente cuando dormía, incluso en plena vigilia, en ocasiones, tenía episodios que le hacían parecer más persona que presidente, y una de esas ocasiones fue en la reunión que, a los efectos de su conversación con el Marqués de Mondéjar, mantuvo con Rodolfo Martín Villa (su ministro de la Gobernación – después de Interior), el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado (vicepresidente del Gobierno, ministro de Defensa y fundador del CESID en noviembre de 1977) y el comandante Andrés Cassinello, responsable del SECED (los muy oscuros servicios secretos de la época), quien en una entrevista publicada en El País el 18 de mayo de 2008, cuando la periodista Natalia Junquera le preguntaba de qué se sentía orgulloso, él contestó: “Si paso revista, no me siento orgulloso de nada. He cumplido con mi deber y lo he hecho en muchas situaciones muy difíciles”.
El presidente Suárez puso en conocimiento de los asistentes que había una emergencia real de orden coital que era necesario resolver de la mejor y más discreta manera posible. Suárez, en pleno episodio humanista, dio a entender que a esa chiquilla, o a su familia, se les podría comprar por una razonable cantidad de dinero para que el aborto fuera un hecho (ojo, hablamos de un feto de cinco meses) y, muerto el perro se acabó la rabia. Poco podía imaginar el presidente del Gobierno que su idea de encomendar a sus subordinados el arreglo del tema por las buenas (para la madre, no para el no nato que iba a morir de todas formas), acabaría en tragedia a partir del mismo instante en que la niña actriz amante real se opusiera a cualquier pago, y de cualquier entidad, a cambio de la vida de un hijo que hacía tiempo había empezado a dar patadas y mostrar signos de vida.
Martín Villa pensó que, visto lo visto y una vez tenido conocimiento de la negativa, esto debía pasar a mayores y dejar que fueran los servicios secretos los que pusieran los machos sobre la mesa. Y así fue como, desde instancias oficiales del Estado reconvertidas en cloacas para la ocasión, se transmitió la orden a un policía de confianza, capitán para más señas, para buscar a quienes pudieran dar un toque, un susto, una advertencia a la niña para que cogiera el dinero y abortase.
Este policía, que pertenecía al entonces selecto grupo de oficiales que pensaban que la involución era mejor que cualquier cosa que pudiera traer la democracia, buscó a dos delincuentes muertos de hambre, que le debían favores, y les encomendó un trabajo que para ellos debía ser coser y cantar por su larga experiencia en entrar en casas ajenas. Siguiendo órdenes, que por cierto no entendía porque todavía no era conocedor del origen real de la historia, advirtió a los dos individuos que no sería necesario utilizar la violencia, que bastaría con la simple presencia intimidatoria nocturna en el domicilio de la muchacha para obtener resultados.
Como decía al principio de este artículo, a veces estas ideas de hacer poco para conseguir mucho no siempre salen bien, y a estos dos encomendados por lo criminal se les fue la mano y la niña embarazada acabó siendo suicidada contra su voluntad. Las crónicas calificaron el suceso como un lamentable accidente fruto de la peligrosa labor de regar plantas; también, por supuesto, se barajó que podía haberse desmayado por la ingesta habitual de pastillas adelgazantes. En cualquier caso estas teorías, y cualesquiera otras, no hacían sino tapar una comidilla entre la población que a esas alturas era cualquier cosa menos tonta y no comulgaba con ruedas de molino.
El policía, que nunca había encargado un asesinato, sino un susto tranquilo, se echó las manos a la cabeza cuando quien le había dado las órdenes supremas desde el servicio secreto lo puso al día sobre qué había en el vientre de la fallecida y de quién era. Llevado por sus convicciones religiosas advirtió que haría pública la noticia aunque con ello diera por finalizada su carrera, para él Dios pesaba más que su uniforme de Policía Armada. Mala cosa, nunca se debe amenazar de manera directa a las cloacas del Estado si uno no quiere acabar silenciado de manera fulminante, como así fue. Había que eliminar testigos, y más si esos testigos eran creíbles y tenían capacidad de actuación. El nombre del policía se filtró como objetivo prioritario a un grupo terrorista que acabó con su vida de la manera más creíble posible, porque nadie iba a dudar de que en El Sistema los malos son los terroristas.
Como anécdota tengo que añadir que los terroristas responsables de este atentado teatralizado también fueron quitados de la circulación a partir de que supieron que habían sido utilizados como marionetas. Por supuesto, los ejecutores de los terroristas, cloaqueros conocidos, fueron diligentemente condecorados.
¿Y qué fue de aquellos dos delincuentes, sin pasado ni futuro, contratados para una operación íntima, que su no saber estar convirtió en pública? Posiblemente también fueron puestos a disposición del enterrador, todavía no tengo confirmación de ello, pero en su camino de huida dejaron un muerto que tuvo la mala suerte de escuchar por casualidad una conversación entre maleantes. Un muerto que tampoco tenía que haber sido, un muerto que estaba haciendo su trabajo de taxista y al que dejaron con el motor encendido, con viuda y dos hijos.
Los asesinos de Sandra, a los se había pagado para ocultarse momentáneamente, comunicaron el incidente del taxista a su nuevo interlocutor en los servicios secretos del Estado, toda vez que su anterior contacto directo policial había sido eliminado por los terroristas. El SECED, o mejor dicho, la parte más tenebrosa del SECED, tapó esta muerte con las siglas de la Triple A, queriendo hacer creer que el pobre taxista había sido ejecutado por ser confidente de ETA. ¿Confidente de ETA? En realidad las únicas confidencias de este taxista eran con su mujer, pero manchar la honra de un trabajador en aquellos tiempos salía barato.
Mientras todo esto ocurría, el recién coronado rey de España permanecía ajeno a todo sin ser consciente que su llanto de irresponsable a Mondéjar hizo el mismo efecto que el aleteo de una mariposa provocando un huracán en la otra parte del mundo. Seguramente llegó a pensar que Sandra murió regando las plantas a pesar de ser metafísicamente imposible, pero la pena, si es que la tuvo, no le duró mucho, Bárbara supo cambiar las lágrimas de cocodrilo del monarca por nuevos y más potentes vaivenes del toisón de oro.
Lamentablemente, hubo personas que directa o indirectamente supieron de estos hechos y no tuvieron más remedio que callar porque en ello les podía ir la vida. Incluso hoy en día, con la democracia ya en edad madura, descubrir información confidencial de uno de estos seres genéticamente superiores podría hacer que a uno le monten un simulacro de ahorcamiento.
Hoy hace 45 años que la niña Sandra Mozarowsky fue suicidada contra su voluntad. Su cuerpo tardó en morir, pero su alma ya no estaba. Hoy se cumplen 45 años de una infamia de Estado.
*Dedico este artículo a mi gran amigo Antonio Izquierdo, último director del periódico El Alcázar y la persona que investigó lo ocurrido junto a dos de sus redactores más valientes. Les pudo haber costado el puesto. Y la vida.
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