Por Javier Bleda
Adolfo Carretero Sánchez, más conocido por “el del 47” por ser juez de Instrucción de este juzgado de Madrid, es el juez encargado de instruir el caso de la actriz Elisa Mouliaá contra Iñigo Errejón por un presunto delito de agresión sexual.
En los juzgados de Plaza de Castilla se le conoce como "el del 47”, y he leído en alguna parte que a otro juez de su misma asociación, la Francisco de Vitoria, lo criticó en un congreso con "mala educación, de forma hiriente y aberrante". Por otra parte, otros señalan que Carretero tiene tendencia a evocar la figura de su padre, también juez, pero de más alto escalafón y ya fallecido, reforzando con ello sus argumentos, se supone que legales, en los debates congresuales. ¿Tendencia a mencionar a papá para llevar la razón? ¡Qué cosas, a veces la infancia se queda anclada de tal manera que luego no se sabe muy bien dónde acaba el niño y comienza el adulto!
En una entrevista del periodista Ángel López Sánchez publicada en marzo de 1995 en el semanario Canfali de Valdepeñas, siendo Carretero Juez Titular del juzgado número 2 de la localidad, decía lo siguiente: “No es bueno que el juez salga constantemente en los medios de comunicación; el juez debe estar en el término medio, que es donde está la virtud”. Esta sí que es buena, pero evidentemente es una parida perdonable, porque estando en Valdepeñas, productores de vino a gran escala, incluso sin beber los efluvios ambientales pueden llevar a decir estas cosas del término medio y la virtud de un juez, algo que en el caso de Carretero no parece casar con su hacer togado actual, a no ser que en aquellos tiempos fuera un joven vibrante de esos que todavía creía en la Justicia.
En 2013 la Audiencia de Madrid archivó por unanimidad la denuncia del ínclito presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, contra la periodista de la SER, Pilar Velasco, a la que acusaba de un delito de descubrimiento y revelación de secretos al difundir un vídeo de un viaje de González a Cartagena de Indias siendo entonces vicepresidente de la Comunidad. El vídeo demostraba que el político madrileño estaba siendo espiado y se le veía junto a otras dos personas portando bolsas de plástico.
En el auto de archivo los magistrados de la Audiencia Provincial esgrimían que, aunque la intimidad del político se viera afectada "la noticia cumple con los requisitos de veracidad e interés general o relevancia pública de la información" y que la difusión de esta información "no debe dar lugar a la respuesta penal ya que el derecho de información debe tener un amplio y generoso espacio en el que desenvolverse sin angosturas", añadiendo que "ha de primar el derecho a la información frente a la intimidad y a la propia imagen" de Ignacio González, por tratarse de un viaje que "era oficial" y las grabaciones fueron realizadas "en espacios públicos".
Pero esto del auto de archivo de la Audiencia Provincial es lo de menos en el caso que nos ocupa, lo interesante fue el voto concurrente particular de uno de los magistrados, concretamente de Juan José Ortega, criticando abiertamente al que había sido juez instructor del caso, el del término medio y la virtud, Adolfo Carretero. El magistrado Ortega destacaba que "no puedo dejar de referirme al riesgo que para la libertad de prensa produce el mismo hecho de la imputación, si ésta carece del debido fundamento".
"No solo puede provocar un efecto desalentador capaz de hacer que el periodista evite difundir informaciones que comprometan su seguridad, sino también, como ha sucedido en este caso, que su derecho a guardar el secreto de sus fuentes informativas se haya visto seriamente afectado, al haberse visto obligada la periodista a soportar múltiples requerimientos para que las revelase".
"En mi opinión, constituye un serio motivo de preocupación que la imputación de la periodista haya servido para propiciar un interrogatorio que, por la forma en que ha sido conducido, la ha expuesto a verse forzada a revelar sus fuentes informativas, una de las más importantes garantías con que cuenta una prensa libre en una sociedad democrática".
Visto lo visto, y que la manera de actuar del juez Carretero no solamente no ha cambiado, sino que incluso ha ido a peor, como si en lugar de impartir justicia se pretendiera introducir una suerte de justicia patológica, ahora nos encontramos con la novedad de que el juez, como los cirujanos antes de una operación, advierte a la persona a interrogar, en este caso la presunta víctima Elisa Mouliaá, de los efectos adversos que puede llegar a tener la intervención, y así le dice: “Le aviso de que algunas preguntas serán inconvenientes y pueden ser molestas, pero no tiene más remedio que contestarlas”. Es aquí donde, precisamente, se esconde el secreto del togado, en esta advertencia previa para dar pábulo a su juego jurídicamente deslenguado y absolutamente inadmisible, a partir del cual tendrá licencia de corso para humillar legalmente a la interrogada sin que en ello se pueda ver en él cualquier tipo de desequilibrio mental, acoso o ínfulas de vanidad pretenciosa.
No deja de tener su aquél que un juez cualquiera, por imperativo legal, o porque antes de ponerse la toga haga una ouija invocando el sagrado espíritu parental del mayor conocimiento, pueda joder la vida a quien tenga delante que además, casualmente, es quien paga su puto sueldo, porque los jueces, los fiscales, e incluso la madre que los parió, son funcionarios públicos que no están, ni pueden estar, por encima de nada ni de nadie, por mucho que eso de ser uno de los tres poderes del Estado les provoque un placer eyaculador de tal calado que las puñetas blancas de su uniforme negro se pongan erectas como si hubieran esnifado una sobredosis de almidón.
No entro ni salgo en el hecho juzgado, pero no me parece de recibo que una mujer que se sintió zaherida en lo más íntimo por un político perturbador, que jugaba a los médicos con el difunto presidente de Venezuela junto a sus ya no colegas Iglesias y Monedero, tenga que verse humillada, teniendo o no razón en su denuncia, por un machote de tres al cuarto que invoca la virtud del término medio mientras vapulea los más elementales derechos de la ciudadanía, como por ejemplo el del honor y el de una Justicia justa.
Dicen que la burla es una expresión de inseguridad que afecta a todos los maltratadores verbales. Tienen baja estima y sienten miedo, por eso necesitan descalificar y burlarse de los demás ocultando así su miedo interno y su propia inseguridad.
En la revista digital Psicomentando leo un artículo de la psicóloga Gabriela Millaman Rickert (por entonces estudiante avanzada) titulado ¿Por qué hay personas que humillan al resto y siempre quieren destacar? El artículo empieza así: “El sentimiento de humillación es algo que nos sucede a todos alguna vez y en diferentes situaciones. Cuando se trata de anécdotas desafortunadas, es probable que te quede una sensación de vergüenza que eventualmente pasará. Pero cuando alguien te humilla de forma cruel, puede marcarte de por vida”.
La autora habla de las tres perspectivas del sentimiento de humillación, por una parte las emociones negativas provocadas por la herida de la humillación y, por otra “cuando una persona humilla a otra también puede entenderse desde el acto de ejercer maltrato. El acto de humillar a otros para sentirse importante se puede observar en diversas formas de sadismo”.
También añade MIllaman una “tercera perspectiva del cómplice de la humillación, ya que no suele tenerse en cuenta. Estas personas tienen gran valor al momento de detener o hacer frente a un acto humillante”. ¿De verdad que no había nadie en la sala con el valor suficiente como para frenar al juez del término medio llamándole al orden, incluso si ello pudiera suponer una amonestación? Los cómplices por dejadez de las humillaciones son tan perversos como quien las ejecuta. ¡Y pensar que el abogado de la presunta víctima ha manifestado que la dureza del juez puede incluso llegar a beneficiarles! Se nota que no era a él a quien estaban desnudando.
Sin embargo, es trayendo a colación al psicoanalista austriaco Alfred Adler donde la autora de este artículo aporta las verdaderas pistas para conocer más sobre la figura de quien ejerce la figura de humillador: “Alfred Adler propuso una teoría que revolucionó la manera de comprender la personalidad y ayudó a estudiar acerca de aquellas personas que humillan a su pareja, sus amigos, familiares, etc.
A la teoría de Alfred Adler se le denomina Psicología Individual, en cuya base se encuentra el principio del complejo de inferioridad y superioridad. La psicología individual de Adler postula que existe un sentimiento o complejo de inferioridad en la motivación humana, que nos provoca la aspiración de compensarlo todo el tiempo”.
Y, más adelante, añade que la teoría de Alfred Adler plantea que "las personas con sintomatología neurótica tienen un fuerte sentimiento inconsciente de huir del complejo de inferioridad, que se traduce en el afán de ser superiores a los demás a toda costa, junto con la búsqueda de poder y prestigio. Alfred Adler los llama neuróticos egocéntricos y podría ayudar a explicar la mente de aquella persona que le gusta humillar a los demás. Esta teoría refuerza la idea de que, en algunas ocasiones, las personas con baja autoestima tienden a humillar a los demás”.
Buscando en Internet más información sobre esto de las personas que disfrutan humillando a los demás encuentro en la revista digital Psicología y Mente, del 3 de febrero de 2017, que el psicólogo Oscar Castillero Mimenza escribió con el título: Perfil Psicológico del pederasta: 8 rasgos y actitudes en común. Tengo que aclarar que al principio me resultó extraño este resultado, porque yo no buscaba nada relacionado con pederastas, pero al leer el artículo del psicólogo, y especialmente los puntos tres y ocho, pude darme cuenta que lo que unía a unos y otros era concretamente la falta de empatía y la tendencia a autojustificarse.
“3- Falta de empatía. Si bien podría incluirse en el apartado anterior, esta característica merece una mención especial, y es que por norma general los pederastas tienen una considerable falta de empatía, en el sentido que no son capaces de conectar con el sufrimiento que su actuación genera en el menor atacado o eligen voluntariamente ignorar este hecho. Sin embargo, esa falta de empatía suele expresarse en algunos casos, no en todos los tipos de relaciones sociales que mantienen. De algún modo, dejan de empatizar con ciertas personas a conveniencia, dependiendo de sus propósitos o motivaciones”.
8. Tienen a autojustificarse. “Por norma general los pederastas tienden a minimizar la importancia del acto o los daños causados a la víctima. Con frecuencia indican que la relación no es dañina para el menor, es aceptada y/o deseada por éste o que existe una vinculación afectiva que legitima el acto, no existiendo remordimiento por el abuso cometido”.
Es decir, empatía cero y creencia de que el acto de la humillación está legitimado. Y con esto no quiero plantear al lector que pudiera estar dando a entender que gustar de humillar a los demás y ser pederasta sea lo mismo, sino que hay puntos de coincidencia en la manera de actuar. Dejemos las cosas claras.
A pesar de todo, lo que manda huevos (Güevos que diría Federico Trillo), es que el juez instructor Carretero, después de su vergonzante manera de actuar con una presunta víctima de agresión sexual, a la que volvió a revictimizar, todavía tuviera la cara dura de decirle “Diríjase a la sala con respeto y educación” cuando a la demandante se le escapaba algún tuteo al juez fruto del nerviosismo. ¿Con respeto y educación? Y la de Carretero, obligado a dar ejemplo a la ciudadanía, ¿Dónde estaba?
“Dice que se sacó el miembro viril. ¿Sabe usted para qué?” preguntaba el de la toga instructora a la presunta víctima. Y, ya puestos, ¿por qué no le dijo si sabía por qué Errejón se había sacado la polla en lugar del miembro viril? ¿o es que al hablar de hombres le gusta ser educado a su señoría y al hablar de mujeres, como cuando le preguntó si Errejón le había tocado las tetas, le costaba mucho decir los pechos? Y esto no lo digo con malicia y con ironía, sino porque apesta a misoginia.
Lo que nunca entenderé es cómo la presunta víctima no se dio la vuelta y abandonó la sala, con o sin el permiso de Adolfo, el del 47, incluso a sabiendas de los posibles azotes judiciales que posteriormente le daría por irse sin su permiso desobedeciendo a la autoridad judicial porque, llegado un determinado momento, lo que se desprende del interrogatorio es que las palabras del juez encerraban la misma determinación babosa de quienes se dedican a decir guarrerías a las mujeres y disfrutan con ello. No quisiera pensar, o sí, que eso efectivamente fuera así, pero desde luego que, escuchando a este individuo, con licencia para humillar, uno se imagina que debajo de la toga estaba más empalmado que el propio Errejón la noche de autos. Y si fuera así daría asco. Espero que no.
A lo mejor el problema del juez es el mismo que el que Errejón manifestó en su carta de despedida de la política: “La subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica, con compañeros y compañeras de trabajo, con compañeros y compañeras de organización, con relaciones afectivas e incluso con uno mismo”. La subjetividad tóxica que el patriarcado multiplica en los hombres. No tiene jeta ni nada el politicastro.
Hay una sección en los servicios secretos llamada “Control de togas”, según manifestó el comisario Villarejo en una comisión de investigación en sede parlamentaria, a partir de la cual se controla a jueces y fiscales que tengan una determinada deriva personal. Ignoro absolutamente si el del 47 será uno de los objetivos maniqueos de este otro engendro estatal denominado servicios de inteligencia, pero lo que sí tengo claro es que si se diera el hecho de que el juez Carretero pasara a los anales de la historia jurídica de este país (qué mal suena esto de “anales”) debería hacerlo, sin género de duda, de la mano de quienes, en calidad de cómplices, le permiten que su soberbia humillante tenga el mismo poder que el mazo de esa justicia con el que pide silencio en la sala. Vergüenza ajena, juez Carretero. Esta es mi opinión, ahora vas y lo cascas esgrimiendo un honor que para los demás no reconoces.
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